¡Es tiempo de escribir!
Esta vez te propongo escribir un texto basado en alguna noticia interesante o curiosa, o quizás en algún tema concreto. Mi ejercicio está entre la frontera del testimonio o confesión con la nota periodística.
Aquí te lo dejo:
La pandemia lo vino a arruinar todo. A la salida del instituto todo iba bien. Reía y hacía bromas con mis amigos, trataba de hacer que el camino fuera divertido. No quería llegar a casa. Ahí estaba él. La pareja de mamá. Un tipo sucio, con un diente podrido y que trabajaba en un rastro. Me llamo Mariana y este es mi testimonio.
Todo cambió ese viernes 20 de marzo del 2020, sería un fin de semana muy largo, el lunes no habría clases por el festivo, nunca hubiera imaginado que sería mi último día de clases presenciales. El lunes 23 de marzo las redes sociales, los grupos de mamás y la tele enloquecieron. Las clases se suspendían por el COVID 19. México entró en alerta sanitaria. La idea de no tener clases era increíble. Dormir hasta tarde, no tener tarea, salir a jugar con los vecinos. Mi alegría inicial se convirtió en una pesadilla con nombre y apellido. Vivo en Monterrey, Nuevo León. La ciudad industrial más importante del país. El Centro Patronal de Nuevo León informó que entre marzo y mayo del 2020 se perdieron 72,214 plazas laborales. Mi padrastro perdió el trabajo y se quedaba conmigo. Mamá trabajaba como afanadora en una fábrica de productos de higiene y limpieza. A ella le doblaron los turnos, la producción de gel desinfectante y toallas limpiadoras no podía detenerse. Facundo se tornó agresivo. Me espiaba en la regadera, pasaba y metía la mano bajo mi falda, me amenazaba con matar a mi mamá si le decía algo. El miedo ya no era reprobar un examen, el miedo era Facundo. Mi vida se volvió una moneda al aire o me mataba el COVID 19 o me sometía al abuso de mi padrastro. En ambos casos salía perdiendo. Mamá llegaba muy cansada. Era imposible que le dijera lo que pasaba. Estaba cada vez más sola. Encerrada con él sin posibilidad de salir, de hablar con alguien. Mis lágrimas le molestaban, sus ansias fueron creciendo, me jalaba el cabello, me mordía los brazos, quería besarme. Me descubrí fantasma al verme al espejo. El encierro se volvió un abismo, una espiral más profunda. Quedarme en casa era lo peor que podía pasar. La escuela era mi lugar seguro. Mi casa, mi cuerpo, mi mente querían simplemente salir al recreo.
Nuevo León estuvo activo en materia de salud durante la pandemia. Implementó medidas especiales en los aeropuertos de la ciudad, cinco hospitales públicos se convirtieron en hospitales COVID 19, activó pruebas gratuitas y abrió líneas de atención para ayuda e información. La escuela también regresó a través de grupos privados de Facebook, materiales descargables y correo electrónico. Los maestros empezaron a dar clases por plataformas digitales. Facundo no podía molestarme durante el horario escolar. Por primera vez no quería que las clases acabaran. Apenas escuchaba que terminaba la maestra y Facundo entraba a mi cuarto. Me acorralaba en un rincón, me quitaba la blusa del uniforme y me sentaba en sus piernas. Si me resistía me aventaba a la cama y me rompía la ropa interior. Tenía que aguantar y lo hice. Apenas terminaba y corría al baño a llorar en la regadera a limpiarme la muerte que ese hombre dejaba en mí. Aprendí que imaginar era sobrevivir.
Durante las clases en línea hacía muchas preguntas, pedía tarea extra, fingía no entender, lo que fuera para evitar que él pudiera entrar. Tenía un alacrán al acecho.
Me dormía hasta que mamá llegaba, ella notaba que me pasaba algo, pero no podía contarle.
La maestra anunció que tomaríamos un taller sobre los derechos de los adolescentes. Pensé que sería una clase aburrida y larga, quería que fuera muy larga. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía alertó que durante lo que iba de la pandemia había más de un millón 472 mil 351 niños y niñas entre los 0 a 15 años de edad, únicamente en mi ciudad, víctimas de violencia y abuso sexual. Yo, a los 13 años estaba entre las estadísticas. La maestra dijo que no era mi culpa, que nadie podía tocarme o herirme de esa manera, que yo era valiosa e importante y por eso estaba dando esa clase. No me atreví a hacer preguntas, pero tomé nota de los teléfonos de emergencia y las páginas web. Por primera vez me sentí lista para enfrentarlo.
Ese día mamá llegó temprano a casa, la abracé y le dije:
—Mamá, quiero contarte algo.