El reto de esta semana consiste en escribir un relato con el tema de algún fenómeno celeste. Así que, observa el cielo, cierra los ojos y a escribir.
Aquí mi ejercicio.
Martina y el sol
Martina tenía 10 años la primera vez que vio una estrella fugaz. Estaba acostada en el zacate húmedo del jardín de su abuela. Hoy añoraba esos días. La contaminación lumínica de la ciudad de México le impedía ver las estrellas.
Extrañaba a Eulalia, esa mujer de origen indígena que la crió entre hierbas y sahumerios, así como las tradiciones de su linaje chamánico. Lejos había quedado la niña de huaraches y trenzas que se arropaba con su abuela bajó el cielo reventado de estrellas en la sierra potosina. Martina solía creer que la luna jugaba a las escondidas con las nubes y que el sol la perseguía a donde quiera que fuera. Eulalia era la comadrona del ejido y se aseguró que su nieta conociera la tierra y el monte, el cielo y sus secretos. Había perdido a su hija y no perdería a su nieta y menos ahora que gestaba un universo entero en su interior.
Martina despertó al escuchar su propia voz, hablaba dormida. Tenía un par de semanas sin dormir bien, entre el avanzado embarazo y los pendientes laborales, las pesadillas se hicieron presentes, una noche sí y la siguiente también. Son los nervios, se dijo, pero también supo que mentía. Agradeció que su marido estuviera en la regadera. Le molestaba que fueran demasiado delicados con ella debido al embarazo, la humanidad se había gestado a símisma y lo haría ella también. El sueño le recordó a su abuela que ya pisaba los ochenta y que viajaría pronto para acompañarla en el día del parto. El día que la anciana vio a Bernard por primera vez exclamó:
—¡El sol sigue buscando a la niña! . Y esa mañana Martina dijo lo mismo al despertar.
Martina estaba casada con Bernard, un geólogo de origen escocés. Eran una pareja llamativa, él pelirrojo y ella con un cabello precioso y oscuro. Se conocieron en un intercambio estudiantil en el observatorio chileno y no volvieron a separarse. El embarazo no fue planeado, pero ambos estaban contentos con la noticia, Bernard tomaría un año sabático en su cátedra y cuidaría a la bebé; ella eligió tomar su incapacidad en la última recta del embarazo así tendría más tiempo después del parto, pero desde hace días no solo gestaba una niña, también gestaba miedo.
El 11 de julio de 1991 a las 13:21 horas, en México y parte de Centroamérica, el cielo se tornó negro producto de la intersección entre el Sol y la Luna, proyectando su sombra en el planeta Tierra. Fue el eclipse total de Sol más largo del siglo XX, durante seis minutos y cincuenta y cuatro segundos. El Sol fue devorado y el cielo cerró los ojos. Ese día nació Martina. Y no nació sola. Tenía una gemela, Luisa. Una niña albina que solo sobrevivió 24 horas. Eulalia afirmó que Luisa era hijita de Luna. —El Sol le quitó el color y reclamó su vida —dijo la vieja.
—A ti te marcó el Sol —le repetía la abuela. En el hombro derecho tenía una marca rojiza e irregular que parecía más un rayón que otra cosa, pero lo cierto es que en sus años de estudiante de Física, leyó que la Agencia Espacial Europea (ESA) afirmaba que “El material de los cometas representa lo más cerca que podemos estar de las condiciones que ocurrieron cuando nacieron el Sol y nuestro Sistema Solar” así que se convenció que ella llevaba en la piel un cometa vivo. Y en el alma, la huella de su hermana muerta.