Rosario Castellanos, mexicana (1925-1974) dramaturga, periodista, poeta, ensayista y diplomática. Una mujer adelantada a su tiempo, considerada una de las más grandes escritoras mexicanas del siglo XX.
LO COTIDIANO
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfíos.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
PRESENCIA
Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido
mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.
Esto que uní alrededor de un ansia,
de un dolor, de un recuerdo,
desertará buscando el agua, la hoja,
la espora original y aun lo inerte y la piedra.
Este nudo que fui (inextricable
de cólera, traiciones, esperanzas,
Vislumbres repentinos, abandonos,
Hambres, gritos de miedo y desamparo
Y alegría fulgiendo en las tinieblas
Y palabras y amor y amor y amores)
Lo cortarán los años.
Nadie verá la destrucción. Ninguno
Recogerá la página inconclusa.
Entre el puñado de actos
dispersos, aventados al azar, no habrá uno
al que pongan aparte como a perla preciosa.
Y sin embargo, hermano, amante, hijo,
amigo, antepasado,
no hay soledad, no hay muerte
aunque yo olvide y aunque yo me acabe.
Hombres, donde tú estás, donde tú vives
permanecemos todos.
AJEDREZ
Porque éramos amigos y, a ratos, nos amábamos;
quizá para añadir otro interés
a los muchos que ya no obligaban
decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente de nosotros:
equitativo en piezas, en valores,
en posibilidad de movimientos.
Aprendimos las reglas, les juramos respecto
y empezó la partida.
Henos aquí hace un siglo, sentados, meditando
encarnizadamente
cómo dar el zarpazo último que se aniquile
de modo inapelable y, para siempre, al otro.