El poema de la duración

por | Jun 20, 2022

Escritor, director y guionista austriaco. (1942) Recibió el Premio Nobel de Literatura 2019. Irónico, contundente. Escribe por rabia, por insolencia, por ser su manera de estar en el mundo.

«Yo escribo libros, ya sé que en las librerías de hoy se venden muchos libros que no son libros, que los abres y no hay nada escrito en ellos aunque los veas manchados de letras en todas las páginas, una cantidad enorme de frases que no dicen nada. Leer es otra cosa: es una experiencia única, una expedición al fondo de uno mismo, abrirse al mundo y al otro. Eso es la literatura, algo magnífico que te hace ver cosas nuevas que desconocías. Eso se erige frente a la falsa literatura, donde entran todos los llamados fenómenos, ciertos bestsellers, todos esos libros que no se atreven a cruzar el Misisipi, adentrarse en lo profundo.» 

Peter Handke

Te compartimos un fragmento de su maravilloso poema de largo aliento, el poema de la duración.

El poema de la duración

Ya hace tiempo que quiero escribir sobre la duración; 

no un artículo ni una obra de teatro ni una historia —

la duración pide insistentemente un poema.

Quiero preguntarme con un poema, 

acordarme con un poema, 

afirmar y guardar con un poema 

lo que es la duración.

Una y otra vez he sabido lo que es la duración;

al empezar la primavera, junto a la Fontaine Sainte-Marie; 

en el viento de la noche, junto a la Porte d’Auteuil;

en el sol de verano del Karst;

volviendo a casa, de buena mañana, después de una unión.

Esta duración, ¿qué era?

¿Era un lapso de tiempo?

¿Algo mensurable? ¿Una certeza?

No, la duración era un sentimiento,

el más efímero de todos los sentimientos;

a menudo pasaba más rápido que un instante, 

imprevisible, ingobernable,

inasible, inmensurable.

Y sin embargo, con su ayuda,

cualquiera que hubiera sido el adversario,

me hubiera podido reír de él a la cara,

le hubiera podido desarmar;

la opinión de que yo era un hombre malo

la hubiera transformado en esta convicción:

“él es bueno”;

si hubiera, si existiera un dios,

yo hubiera sido su hijo durante el tiempo en que estuviera sintiendo la duración.

Ayer mismo, en la Waagplatz de Salzburgo, en el ajetreo y los ruidos del interminable día de mercado, 

oí una voz, como si llegara del otro extremo de la ciudad, 

que gritaba mi nombre;

comprendí en el mismo momento

que había dejado olvidado en el puesto del mercado 

el texto de La repetición, que yo llevaba al correo;

oí, al volver atrás, corriendo, aquella otra voz

que, hacía un cuarto de siglo,

en el silencio de la noche de un barrio periférico de Graz, 

desde el otro extremo de la calle, desierta, larga, rectilínea, 

con parecida solicitud, como de lo alto, venía a mi encuentro, 

y pude entonces rodear con palabras el sentimiento de la duración 

como un acontecimiento que consiste en estar atento, 

un acontecimiento que consiste en percatarse,

un acontecimiento que consiste en ser abrazado,

un acontecimiento que consiste en ser atrapado; 

¿atrapado por qué?, por un sol suplementario, 

por un viento refrescante,

por un acorde silencioso, dulce,

que afina y pone de acuerdo todas las disonancias.

“Esto es cosa que ocurre en días, esto dura años”: 

Goethe, mi héroe

y maestro de la palabra objetiva,

una vez más has acertado: 

La duración tiene que ver con los años,

con los decenios, con el tiempo de nuestra vida; 

la duración, ella es el sentimiento de la vida.

No es necesario quizás decir

que ninguna duración sale

de las catástrofes diarias,

de las contrariedades que se repiten,

de las luchas que se vuelven a encender de un modo renovado, 

del cómputo de víctimas.

El tren que, como de costumbre, llega tarde; 

el coche que te salpica,

una vez más, con la suciedad de los charcos; 

el policía con bigote 

—en lugar del de ayer, que iba recién afeitado— 

que con un dedo te indica que cruces la calle;

el falo nauseabundo1 de la maleza del jardín, 

que todos los años vuelve en un sitio distinto; 

el perro del vecino, que todas las mañanas te gruñe;

los sabañones de los niños, que cada invierno vuelven a picar; 

los sueños de terror, siempre los mismos,

en los que se pierde a los seres más queridos;

el eterno extrañamiento súbito entre dos seres

que se produce entre dos inspiraciones;

la miseria de la vuelta a casa al regresar al país natal 

después de los viajes en los que has explorado el mundo; 

aquellos miles y miles de muertes anticipadas,

por la noche, antes de que empiecen a oírse los pájaros; 

la noticia diaria de un atentado, por la radio;

el escolar atropellado de todos los días;

las diarias malas miradas del desconocido:

todo esto, es verdad, no pasa

—no pasará nunca, no terminará jamás—,

pero no tiene fuerza de duración ninguna,

no emite el agradable calor de la duración,

no da el consuelo de la duración.

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