Enrique González Martínez -poemas-

por | Feb 19, 2022

Enrique González Martínez (1871, Guadajalara, Jalisco-19 de febrero 1952, México, D.F)

Médico de profesión. Profesor de medicina y literatura. Trabajó como político, diplomático, periodista y poeta.

Su poesía es una reflexión sobre el hombre y el mundo que lo rodea, su forma de estar en el mundo es a través del amor, el dolor, el tema de la muerte, la naturaleza, la idea del tiempo y la eternidad.

Aquí algunos de sus poemas.

Último mar

Viajo entre sombras… Pero yo quisiera, 

antes que la palabra quede muda 

y el ojo sin visión, clavar mi duda 

sobre las tablas de una cruz cualquiera.

Afirmar y creer que cada cosa

se rige por un ímpetu lejano

y que en el alma universal se posa

—a un tiempo maternal y silenciosa—

la sabia providencia de una mano.

Sentir que cuando el dardo de la vida 

cruza silbando el aire y atraviesa 

el corazón, hay alguien que me besa 

en la sangrienta boca de la herida…

Quisiera que al pasar, mientras tremolo

mi jirón de bandera desgarrada,

un perfil, una voz, una mirada

me libraran del miedo de estar solo

en el trance final de la jornada.

Que cuando en viaje póstumo y sombrío 

por el último mar, mudo y desierto, 

vaya dejando atrás cuanto fue mío, 

un ave sobre el mástil del navío 

cante mi canto y avizore el puerto…


El encuentro

Vagábamos sin sentido 

en alas de no sé qué; 

yo, por algo que se fue; 

tú, por algo presentido. 

En el sendero perdido 

el acaso nos juntó, 

y recobrados tú y yo 

de la divina sorpresa, 

me dije: «Por fin regresa»; 

pensaste: «Por fin llegó».


Poema en dos sueños

I

Yo soñé con un mar recién nacido, 

un mar deshabitado y en reposo, 

un trasparente enigma silencioso 

huérfano de vaivén y de sonido.

Un insólito mar ensimismado 

en su impoluta soledad, despojo 

de un cósmico dolor, y por el ojo 

de una insondable eternidad llorado.

Un aura de quietud besando apenas 

aquel prístino mar cuya tersura 

desperezaba su inocencia pura 

sobre la castidad de las arenas.

Agua en preludio sideral dormida, 

agua sin navegantes y sin peces 

que un ósculo sutil rozaba a veces 

cual tímida promesa de la vida.

Líquida calma sin asombro humano 

que sondara el misterio de la hondura 

ni brazo que alargara la insegura 

y trémula caricia de una mano.

Planicie sin arruga y sin ultraje 

bajo un aire que besa y que no riza, 

doncellez de cristal que se horroriza 

de la posible violación de un viaje.

Agua sobre la tierra sin pecado 

—sin noche, sin ocaso, sin aurora— 

y que del gran delito provisora, 

fuera como bautismo anticipado.

Diamantina quietud, claro y risueño 

espejo de sí propio, paraíso 

de la fuente y el rostro de Narciso 

ya juntos en la imagen de su sueño…

II

Y vi que el agua se tiñó de rosa, 

y fue la desnudez ruborizada 

que siente de improviso la mirada 

que en su regazo virginal se posa.

Rasgó las nubes y asomó tras ellas 

el primer sol inaugurando el día, 

y al mirar que en las ondas se perdía, 

hubo un nocturno sollozar de estrellas.

Malignos dioses atizaron fraguas, 

cumbres hostiles desataron vientos, 

y herida de pavor en sus cimientos, 

la tierra retembló bajo las aguas.

Zarparon barcos al romper la aurora 

entre revuelos de azoradas aves 

mientras en la cubierta de las naves 

vuelca su carga el cofre de Pandora.

Tiende las manos y el peligro advierte 

la turba que sorprende la partida, 

y en el mural de rutilante vida 

su faz exangüe dibujó la muerte,

Corren las quillas levantando espuma 

por los ignotos ámbitos marinos, 

y el cebo de dorados vellocinos 

oscila entre las mallas de la bruma.

Al insomne compás de los remeros 

que abordan islas y divisan montes, 

hay un largo desfile de horizontes 

y un mirífico pasmo de luceros.

Cubren los cielos signos y presagios 

que auguran riesgos y predicen odio, 

y suenan de episodio en episodio 

romances de tormentas y naufragios.

Trampas de escollos y traición de arenas 

ensayan alaridos y canciones: 

sirenas que cautivan corazones

y Andrómedas que lloran sus cadenas.

Tras verdes lomas, el azul engaño 

esconde Circes que al incauto embrujan, 

y hay gruñidos de piaras que se estrujan,

y balantes vellones en rebaño.

Un día, por lavar la pestilente 

raza mortal, desbórdase iracundo; 

mas en el arca que renueva un mundo 

se salva la maldad con la simiente.

Se abre después como una roja herida, 

guarda al semita y al egipcio traga; 

mas por el mundo el redimido vaga, 

errante can sin amo y sin guarida.

Horno vital y vasto cementerio, 

engulle muertos, y su alquimia estulta 

resucita lo mismo que sepulta 

en sus laboratorios de misterio.

Al soplo de huracán que todo arrasa, 

se estremecen las aguas, y en el fondo, 

como un amago temeroso y hondo, 

el pez blindado de la muerte pasa.

El olímpico rayo, que saeta 

fuera letal en pecho de titanes, 

con brote submarino de volcanes 

empina lavas y a las nubes reta.

Su norte pierde el hierro de la aguja, 

y al garete de brújula perdida, 

zozobra la galera de la vida 

que azota el crimen y el dolor empuja.

En morbosa avidez, sin que le estorbe 

salvadora deidad, el hombre inquieto 

rompe y divulga el eternal secreto 

que marca el ritmo en que se mece el orbe.

Vi la euritmia del átomo violada 

y consumirse el corazón del mundo 

en una gigantesca llamarada. 

El mar sobre el planeta moribundo 

fue una lágrima azul evaporada.

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